El 26 de febrero de 1869, en la vieja ciudad universitaria de Tubinga
(Alemania), un joven médico suizo allí instalado desde hacía apenas unos
meses, Friedrich Miescher, terminaba de escribir una carta a su tío en
la que le anunciaba un importante descubrimiento. Había encontrado una
sustancia en el núcleo celular cuya composición química era distinta de
las proteínas y de cualquier otro compuesto conocido hasta la fecha. Sin
comprender las repercusiones de su investigación, Miescher había
desencadenado una de las mayores revoluciones científicas que, años más
tarde, cambiaría de raíz la manera de entender los fundamentos de la
vida y produciría avances médicos inimaginables en su época.
Al principio pensó en ejercer la profesión, como su padre, pero su
fascinación por las ciencias le condujo a la investigación, estudiando
bioquímica. Miescher trabajaba en la antigua cocina, investigando la composición química de las células.
Poco a poco Miescher fue dedicándose a otros temas, estudiando los
cambios en el metabolismo del salmón, informando sobre la dieta de los
reclusos de la cárcel de Basilea, tablas de nutrientes para la población
suiza… estaba aburrido y echaba de menos su laboratorio en las cocinas
del castillo de Tubinga. En 1885 fundó el primer instituto
anatómico-fisiológico en Basilea. Era tan obsesivo y tan perfeccionista en su trabajo y tenía tantos
compromisos que apenas dormía. Se fue debilitando y en 1890 contrajo
tuberculosis.
Cuando intentó retomar su trabajo por última vez, las fuerzas no le
acompañaron. Murió en 1895 con 51 años. Tras su muerte, su tío Wilhelm
His publicó una recopilación de sus investigaciones. En la introducción
escribió: “El reconocimiento de Miescher y de su trabajo no
disminuirá con el tiempo, sino que aumentará; sus hallazgos e hipótesis
son semillas que darán fruto en el futuro”. Ni el propio His podía imaginar cuánta verdad encerraban esas palabras.
Son muy pocos los que conocen al verdadero descubridor del ADN, que
logró aislar la molécula de la vida 75 años antes de que Watson y Crick
revelaran su estructura. En las cocinas de un viejo castillo y con
métodos un tanto desagradables, Johann Friedrich Miescher descubrió la
molécula del ADN, sin saber lo importante que fue su hallazgo. Como las
moléculas no llevan el nombre de su descubridor, y el científico no era
un buen propagandista de sí mismo, pasó de puntillas sin ser apenas
percibido.
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